En The Guardian, Rana Dasgupta afirma que la decadencia del Estado –por su dificultad para procesar fuerzas emergentes del siglo XXI y, por ende, su menor influencia en el rumbo del acontecer humano–es el giro más traumático del momento actual. La globalización ha vuelto obsoleto no poco de lo referido a la política. Y los espasmos nacionalistas que han resurgido por doquier no son, para el autor, sino expresiones que confirmarían dicho declive.
El estado soberano fue establecido en los tratados de Westfalia (1648). Los países europeos acordaron entonces que la integridad territorial constituía la base para su coexistencia. Posteriormente, la revolución francesa no sólo decapitó al rey, sino que además proclamó un Estado laico, cuyas instituciones buscaban invocar algo de la omnisciencia y omnipotencia consideradas antes cualidades divinas. A fines del XIX, la mayoría de las naciones europeas ejercía sus monopolios (en impuestos, defensa, legislación, básicamente) que facilitaban a sus gobiernos un halo de control sobre su destino y el poder ofrecer a sus ciudadanos un futuro esperanzador. Una relevante intervención estatal –en educación, salud, bienestar y cultura– permitía hacer creíble dicha promesa.
Hoy, la política funciona mal en tantos países: EEUU, Reino Unido, España, Italia, no son sino los casos más relevantes en Occidente. Suele responsabilizarse de la crisis a causas internas. Es que cuando de política se discute, suele hablarse sólo de lo nacional; lo demás, a pesar de la globalización financiera y de la integración tecnológica, es visto como un tema aparte. Pero las crisis recientes tienen, en el fondo, mucho en común.
Para Dasgupta, la autoridad política nacional enfrenta un marcado declive; y la ausencia de alternativas a ella genera un aquelarre de “fin del mundo”. Por ello, los reclamos por una restauración nacional, el machismo como estilo político, la xenofobia y construcción de muros, que son síntomas de aparatos estatales atrofiados, sugieren un empantanamiento difícil de superar. Algunos indicadores: en los últimos 30 años, más han muerto como consecuencia de estados fallidos –en Siria, Venezuela, etc.– que por guerras tradicionales; y, dos, el actual número de refugiados supera al generado por la Segunda Guerra Mundial.
Dasgupta plantea que, en buena parte del siglo XX, hubo un buen calce a escala nacional entre política, economía e información. Los gobiernos contaban con poder suficiente como para alinear las energías ideológicas y los recursos económicos hacia fines algo utópicos. Para el autor, esta era ya concluyó. La economía y la información se han liberado bastante del arbitrio de los gobiernos nacionales. Y a falta de una transformación política más integral, la tecnología y el capital global podrían, con escaso control democrático, dominar en el futuro las decisiones claves.
Ello genera nostalgia por la edad dorada del Estado-nación, más ordenada e ilusa. Pero los controles de entonces sobre el capital y la información resultan hoy inviables. Por algunas décadas pasadas, ellos sí le otorgaron a los estados un poder que les permitió a las naciones más ricas el paradigma de un capitalismo que ofrecía un futuro seguro a la gran mayoría, el sueño de la social democracia.
Hoy, en cambio, hay empresas de big data que asumen con eficacia funciones que antes eran vistas como estatales y la membresía en redes sociales resulta un tipo de ciudadanía no territorial. Para Dasgupta, antes que en la social democracia, habría que buscar en el viejo anhelo libertario el mejor paradigma para imaginar lo que podría ser un futuro viable, social y políticamente.