La elección de Donald Trump en EEUU y el auge populista en países de Europa han provocado debates sobre el devenir de la democracia como sistema político. No pocos analistas comparan la situación con la de los años 30 del siglo XX, cargados de propuestas autoritarias, nacionalismos y fundamentalismos; con una polarización extrema y un desdén creciente por la búsqueda de consensos y compromisos pragmáticos.
How democracy ends —último libro de David Runciman, profesor de Cambridge— alerta que la comparación podría ser errónea. Hay síntomas parecidos, pero la enfermedad sería una distinta. La democracia floreció en Occidente —afirma— como consecuencia de un conjunto determinado de circunstancias que pueden haberse trastocado.
El libro enfatiza las tres amenazas típicas para una democracia: los golpes, las catástrofes, y su sumisión ante la tecnocracia. Los golpes militares tradicionales ya han perdido vigencia. Grecia sufrió uno en 1967. En años recientes, en cambio, el gobierno electo se sostuvo, incluso cuando se mostró incapaz de ejecutar políticas que había ofrecido a la Unión Europea, al FMI y a la banca internacional.
Grandes catástrofes —los efectos del cambio climático y la amenaza latente de una guerra nuclear— sí podrían causar que la democracia pase a ser vista como un sistema para “tiempos normales”.
Por su parte, la tecnología de la información nos vuelve dependientes de nuevos medios que “ni controlamos ni entendemos”. Innovaciones tales como los robots inteligentes y las campañas virales orquestadas en redes sociales pueden amenazar la legitimidad de cualquier representación democrática.
Hay jóvenes académicos que critican a la democracia como un sistema anticuado para ordenar políticamente a las sociedades. Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford, plantea que, ante desafíos inéditos, los ciudadanos votan sólo atendiendo el hoy. Jason Brennan, filósofo de la Universidad de Georgetown, autor de Against democracy, argumenta que lo complejo de muchos temas políticos impide su comprensión por muchos y hasta sugiere pruebas previas a los votantes que excluyan a los desinformados. El filósofo Nick Land concluye que la democracia ha degenerado en “un consumismo estéril y orgiástico, en una incontinencia financiera, y en un circo político”. Runciman señala bien las limitaciones de estos argumentos, sin dejar de reconocer la frustración masiva por un sistema que no ha facilitado una mejor distribución de los beneficios del crecimiento reciente. La elección de Trump debe mucho al estancamiento del sueldo real promedio en EEUU durante los últimos 40 años. Y el Internet, en vez de convertirse en un facilitador de transparencia y participación cívica, ha envenenado el agua del pozo. Sectas extremas lo aprovechan para acusar a sus rivales de teorías conspirativas. Así, muchos perciben a la democracia hoy como ineficaz y manoseada por los prejuicios y la ira.
Runciman no ofrece soluciones mágicas pero señala que los gobiernos representativos han dejado de renovarse. A inicios del siglo XX, por ejemplo, la democracia se veía reforzada por la lucha por el voto femenino y la creación de los Estados del bienestar. La Segunda Guerra Mundial demostró los beneficios del sistema respecto del fascismo. La Guerra Fría afirmó al capitalismo liberal democrático sobre el totalitarismo soviético. Hoy la democracia pareciera estar postrada en una mid-life crisis.
PD: No hace mucho le preguntaron a Runciman si apoyaba reducir la edad del voto de 18 a 16 años y respondió que debería ser a 6 años. Y no bromeaba. Considera que el voto de niños y jóvenes de 6 a 16 años sería uno mejor pensado y futurista que la mediana del de los mayores de 80.