Después de la Segunda Guerra Mundial, el diseño internacional emergente fue planteado sobre la base de que debería permitir la promoción de un progreso global jcvboxb. El sistema asumía como premisa que la apertura de mercados, la democracia y los derechos humanos constituían principios universales que eventualmente se extenderían por el planeta.
En los años más recientes, como consecuencia de la última crisis financiera internacional y del surgimiento de corrientes populistas nacionalistas en varias democracias occidentales, esta premisa hoy se ve jaqueada.
En el primer trimestre del año pasado, el volumen del comercio mundial se estancó; y declinó en el segundo. En los últimos meses, China ha incorporado a su órbita política a antiguos aliados de EEUU en Asia, como Filipinas y Tailandia. En Oriente Medio, EEUU y sus aliados europeos se mostraron incapaces, tras la Primavera Árabe, de ofrecer a la región la proyección de un futuro más pacífico y liberal.
Rusia ha recuperado protagonismo geopolítico en Ucrania y Siria. De otro lado, la Unión Europea ha perdido impulso e influencia, y divaga de crisis en crisis. La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos implica una renuencia de ese país a mirar más allá de sus intereses específicos de corto plazo.
Por todo ello, el mundo ha ingresado a lo que algunos han calificado como una recesión democrática. A ello también ha contribuido el estancamiento, durante el último cuarto de siglo, de la mediana del ingreso en los países de Occidente, lo que ha erosionado la credibilidad de sus élites y el atractivo de la globalización para su población.
Una encuesta de Pew Research (2014) revela que mientras el 87% de la población de los países en desarrollo considera beneficioso el comercio internacional, tanto como cerca de la mitad en países como EEUU, Francia e Italia considera que reduce los empleos y los salarios internos.
¿Implica ello –se pregunta Robin Niblett en la última edición de Foreign Affairs– el fin de una era en el sistema internacional? El director de Chatham House no lo cree así. Plantea que la democracia tiene finalmente como ventaja facilitar un procesamiento periódico de las frustraciones, así como un refrescamiento de los liderazgos políticos. A la vez, la libertad y transparencia con las que operan las economías de Occidente promueven continuamente la innovación y el progreso.
En cambio los países políticamente más autoritarios, como China o Rusia, aún no han logrado la transformación de sus economías para que su crecimiento se base también en el consumo y la innovación, y no sólo en la exportación y la inversión. Por otro lado, todavía está por verse si la rigidez de sus sistemas políticos resulta capaz de resistir las transformaciones económicas que vienen enfrentando.
Niblett no niega que las democracias occidentales tienen muchas tareas pendientes para superar su actual entrampamiento y enfrentar algunos nuevos desafíos. Pero también cree que, al margen de cuán bien reaccionen, es a China a la que le convendría mantener el sistema internacional liberal de mercados relativamente abiertos, ya que sólo a través de una creciente integración en las cadenas globales de oferta de bienes, servicios, personas y conocimiento puede su economía atender adecuadamente las aspiraciones de su creciente clase media.
Por ello, en los próximos años, China y EEUU podrán discrepar en lo que concierne a sus respectivas gobernanzas y seguridades internas, pero pueden coexistir mejor y prosperar en el marco de un sistema internacional liberal que en uno direccionado. ■