Para innovar, se suele asumir que el entorno es uno simple, estable, preciso y predecible. Sin embargo, el contexto del mundo actual resulta uno volátil, incierto, complejo y ambiguo.
Si en química la volatilidad mide la tendencia de las materias a evaporarse; en matemática financiera se pretende estimar la frecuencia e intensidad con la que varían los precios de los activos. Hasta hace no mucho, era usual que el propietario de un bien o de una acción lo mantuviera en su poder por lustros o décadas; hoy, en cambio, muchos activos cambian frecuentemente de manos, incluso a escala global, en apenas segundos. Ello ha multiplicado significativamente la volatilidad.
De otro lado, superando las ideas de Newton, la física cuántica afirmó el principio de la incertidumbre, la paradoja de que dos propiedades interrelacionadas de una misma partícula no pueden medirse exactamente al mismo tiempo. A partir de este criterio, el conocimiento pasó a ser visto como algo imperfecto, mutable, sujeto eventualmente a error. Y el riesgo eventual de la aparición improbable de cisnes negros no hizo sino ampliar la sensación de incertidumbre como elemento esencial de los tiempos más recientes.
La complejidad, por su parte, se origina de la creciente conciencia de que cosas muy diversas pueden estar trenzadas y ligadas entre sí, en algunos casos por vinculaciones extrañas, no siempre fáciles de entender.
Y toda esta inconclusión, la percepción de que todo podría no ser sino algo aproximado y provisional, obliga a coexistir con una ambigüedad natural.
Así, en este mundo complejo, por cada solución que se identifique, lo natural es que venga acompañada de tres nuevos problemas. Y no resulta posible gestionar la complejidad real desde una visión teórica que peque de simplista. Ello restringe la capacidad de innovación.
Es imprescindible entonces aceptar la complejidad del entorno como el espacio de crecimiento natural para poder innovar con eficacia.