Autoridades y compañeros:
1968, año en el cual nos graduamos como ingenieros industriales de la UNI, fue uno de revueltas frustradas, de violencia no siempre contenida y de avances sorprendentes.
En dicho año la historia mundial registra la primavera de Praga, aplastada militarmente pocos meses después, marcando el inicio del deterioro soviético. En mayo y junio, manifestaciones estudiantiles lograron paralizar las calles de la ciudad de París y tuvieron en jaque al gobierno de Charles de Gaulle. La revolución cultural china, de cuyo devenir conocíamos poco, experimentó su primera gran crisis. En EEUU fueron asesinados el líder de los derechos civiles Martin Luther King y el candidato presidencial Robert Kennedy. Varios países de América Latina, el nuestro entre ellos, sufrieron golpes de Estado y dictaduras militares. Se celebraron Olimpiadas en Ciudad de México, fiesta que resultó empañada por incidentes de violencia y protestas. Un astronauta, dando la vuelta a la Luna, por primera vez, tomó una fotografía de la Tierra que expresa bien su hoy evidente fragilidad. También fue hace 50 años que se convocó a un concurso para el diseño del Arpanet, una primera y sencilla interconexión entre ordenadores, que luego se convertiría, de manera sorpresiva y exponencial, en la Internet.
Guardo aún el recuerdo de las últimas y agitadas semanas de clases y exámenes. Debíamos entregar día a día, en la sala aclimatada que albergaba a la S360 de IBM, paquetes de cientos de tarjetas perforadas para el cómputo reajustado de estimados que sustentaban nuestros diversos trabajos y tesis. Nos sentíamos privilegiados de poder tener acceso a lo que entonces era una expresión de la tecnología más moderna. Durante las últimas cinco décadas, los avances han sido tales que la memoria de cualquiera de nuestros teléfonos celulares supera en más de mil veces a la que albergaba la que sería hoy una voluminosa pieza de museo.
¿Qué le dio la UNI al grupo heterogéneo e inmaduro de estudiantes que éramos entonces? En esencia, nos ayudó a mejorar la lógica de nuestro pensamiento y la claridad de nuestra expresión; también aprendimos en ella las herramientas de un oficio útil. Y en diez semestres transitamos del espacio particular de nuestras familias y amigos del barrio y colegio, para someternos a la prueba de un rigor académico más estricto. Egresamos como ingenieros, y también en el proceso nos volvimos adultos y ciudadanos. Aprendimos a manejar la jactancia de ser jóvenes, a reconocer que, respecto de varios temas trascendentes, podía haber diferencias válidas de opinión entre nosotros. Y más allá de los debates frecuentes —éramos una promoción de todas las ideas y de todas las sangres— descubrimos en las aulas, en la biblioteca, en el laboratorio, yendo de una clase a otra, que estar juntos, incluso en silencio, era una forma singular de compañerismo y amistad.
Por eso es justo que hayamos vuelto, medio siglo después, para reiterar en esta ceremonia —y ante sus autoridades— el agradecimiento que todos y cada uno guarda a la Facultad y a la Universidad en las que nos formamos. Para nosotros, hoy es un día de reencuentro y confraternidad. El compañerismo y la amistad juvenil suelen ser más intensos que los que luego se desarrollan en la vida adulta, cuando ya debemos cumplir funciones, representar roles, negociar espacios, ponernos incómodos. En los años juveniles, en cambio, los ojos brillan, los brazos envuelven, las palabras estimulan. Ese sentimiento, tal espíritu, es también el que hemos venido a rescatar para celebrarlo con los compañeros y amigos con los que cumplimos hoy 50 años de carrera.