En 1992, el profesor de Chicago Gary Becker recibió el Premio Nobel de Economía por su contribución para extender el dominio del análisis micro económico a un contexto amplio del comportamiento humano. Para Becker, las premisas combinadas de la maximización racional, el equilibrio de los mercados y las preferencias consistentes podían aplicarse plenamente a “todo el comportamiento humano”. Él contribuyó con un importante análisis económico de la vida familiar.
Con los avances en el campo de la neurociencia, la afirmación de Becker parece hoy bastante extrema. Como afirma John Kay en el Financial Times, el Nobel a Becker generó en su tiempo una avalancha de curiosos artículos en el Journal of Political Economy sobre la economía de lavarse los dientes o con el argumento que las personas se suicidaban “cuando descubrían que el valor presente neto de su utilidad futura era negativo”.
Esta “visión económica” de Becker se volvió paradigmática. Sin embargo, en la vida real, las personas no siempre maximizan, las preferencias varían arbitrariamente y los mercados suelen estar desequilibrados. El ser humano tiene motivaciones complejas y comportamientos impredecibles.
Hay muchos casos en los que las premisas de Becker son muy útiles para deducir conclusiones, aunque la vida familiar y el suicidio pueden no ser los más representativos. No pocos defienden la teoría a ultranza por lo atractivo de su carácter aparentemente universal. Y contratacan: si no se usara la teoría económica, pues entonces qué? Pero en realidad, no hay respuesta. Lo que se requiere no es una nueva teoría más integral del comportamiento sino un reconocimiento pragmático de que los problemas cambian según el contexto.
La Economía, más que por las técnicas que utiliza, debe estar definida por los problemas que intenta resolver. Como dijera John Maynard Keynes, se parece más a la odontología o a la gasfitería que a la física.