Está por aparecer Blueprint: how DNA makes us what we are, un libro de Robert Plomin —destacado psicólogo y genetista, un injerto que abre el espacio a una nueva ciencia hereditaria— quien plantea que el ADN que heredamos de nuestros padres puede predecir bastante bien nuestras fortalezas y debilidades psicológicas.
El autor ha trabajado estos temas por décadas, especializándose en el caso de mellizos adoptados por distintas familias. Su conclusión es que, con respecto a diferencias interpersonales, la genética explica más que todos los demás factores combinados, no sólo en temas como la salud mental y el desempeño académico, sino también en aspectos de la personalidad y las habilidades intelectuales.
El libro va a provocar harta polémica, advierte Andrew Anthony en The Guardian. Tradicionalmente, el pensamiento progresista de izquierda ha preferido considerar al contexto formativo como el factor crítico del comportamiento, hipótesis que calza bien con el ideal del igualitarismo. Así, serían las condiciones sociales, más que las diferencias innatas, las que explicarían las desigualdades entre las personas, circunstancias que la sociedad puede mejorar. El pensamiento más conservador de derecha asume darwinianamente que las diferencias son consecuencia de la respuesta que cada individuo da a los desafíos que enfrenta.
Plomin está entre los científicos que, respecto del por qué somos como somos, plantea que Freud ensayó una interpretación errada. No seríamos quienes somos —afirma él— por la interacción temprana con nuestros padres, sino por la herencia biológica que nos legaron. Los genes de nuestro ADN explicarían el 50% de nuestro comportamiento.
Eso deja otro 50%, muchos pueden replicar. Cierto, pero el autor concluye que la mayor parte del 50% restante no corresponde a influencias en el ambiente factibles de ser alteradas sino consecuencia de eventos impredecibles. Y de las influencias en las que la sociedad puede intervenir efectivamente, muchas estarían ligadas de alguna manera a la genética.
El autor explica que le ha demorado treinta años escribir este libro. Argumenta que por mucho tiempo fue “peligroso” dedicarse a evaluar el origen genético de las diferencias en el comportamiento de las personas. Las revistas científicas lo rechazaban. En los setenta, casi todo era achacado al medio ambiente. Incluso hubo quienes argumentaban que la esquizofrenia podría provenir del comportamiento materno durante los primeros años de la vida. Esto ya es visto hoy como ridículo, pero constituía la ortodoxia por entonces.
Una cosa es afirmar que los genes influyen en cuán rápido uno pueda correr, o cuán alto saltar, o cuán vulnerable sea respecto a, por ejemplo, la miopía. Otra es afirmar que los genes determinan también la inteligencia, la empatía, o cuan antisocial uno resulte. Nos sentimos más cómodos suponiendo que estas características dependen más del contexto en el cual crecemos.
En dicho análisis, suele confundirse también entre la media y la varianza. Si, durante el último siglo, la altura promedio de la población ha aumentado en 10 cm., es obvio que ello ha correspondido a mejoras en el ambiente. Pero la variación de altura entre los pobladores sí respondería al efecto genético. Y ocurriría así también para los rasgos psicológicos.
Esta nueva ciencia viene transformando, por ejemplo, el tratamiento de la salud mental. El paradigma clásico de la medicina es identificar algún desorden para después atacar su causa. Lo que se viene descubriendo hoy es que no hay límites claros en los desórdenes mentales —la depresión, por ejemplo— sino un espectro amplio dentro del cual uno se encuentra genéticamente ubicado.