Doce años después de su invención por Gutenberg, sólo la ciudad de Maguncia contaba con imprentas y el porcentaje de la población mundial que había ojeado un libro era mínimo. Doce años después del lanzamiento de Facebook, la plataforma está disponible en todo el planeta con más de 2,000 millones de usuarios. En un artículo en Slate, Yascha Mounk hace hincapié en que las redes van a generar una transformación más dramática que la que originó en su tiempo la imprenta.
Y ¡cuán revolucionaria fue! Desencadenó, por un lado, conflictos étnicos y teológicos, que generaron sangrientas y largas guerras. Permitió también una mayor difusión de conocimientos y debate de ideas. Pero, a diferencia de los últimos quinientos años, cuando el control sobre los libros otorgaba a los representantes de cualquier estructura dominante una ventaja sobre los que se rebelaban contra ella, las redes sociales, según Mounk, benefician marginalmente a los outsiders y pueden, en vez de preservar el statu quo, socavar su estabilidad.
En África, por ejemplo, el teléfono inteligente ha facilitado un mayor ingreso y bienestar entre los pobres en zonas rurales, pero también ha despertado conflictos contenidos y ha avivado la violencia política. Y los guardianes del orden contaban antes con un monopolio casi absoluto sobre la información, a la cual cualquiera hoy puede acceder con facilidad. La brecha tecnológica, por ejemplo, entre la policía y quienes se resisten al statu quo es actualmente casi inexistente.
Con la Primavera Árabe se especuló respecto del potencial socialmente transformador del teléfono inteligente. Thomas Friedman bautizó como square people —pueblo de la plaza— a esta nueva presencia política de jóvenes interconectados, en busca de libertad, empleos y bienestar; que, sin ser una comunidad ideológica, se movilizaban en redes y marchaban en plazas, motivados por un reclamo generacional de reformas en sus sociedades. La tragedia de Siria revela los graves riesgos de estas ilusiones.
Durante el siglo pasado era más difícil organizar una protesta o campaña. Se requería primero identificar personas que pensaran igual, para coordinar luego sus actividades, lo que resultaba lento y complejo. De ahí la relevancia por entonces de los partidos y los gremios. Hoy las redes simplifican y abaratan mucho este proceso y permiten alinear con facilidad cualquier programa de acciones disruptivas.
Pero si ellas otorgan acceso gratuito a la interacción y a páginas con información cierta, conocimiento útil y sabiduría valiosa, accesibles para quienes las usan bien para mejorar su bienestar y defender sus derechos, también puede afirmarse que el 90% del contenido en las redes es basura, plagada de datos absurdos, noticias falsas, argumentos falaces y extremismos fanáticos. Y no resulta fácil, para las personas poco formadas, incluso en los países más desarrollados, bucear inmunes por estas aguas traicioneras sin caer en la atracción demagógica de un populismo tribal y resentido.
La buena prensa contribuía en el siglo XX a encauzar a la democracia fomentando la convergencia —por accidentada que fuese— hacia una verdad social. Y, por entonces, eran reducidos los grupos —de escritores, editores, gráficos y directores— que decidían finalmente la información que sus sociedades leían y visualizaban. Ello no garantizaba nada, pero sí facilitaba la aplicación de algunos estándares de veracidad y ética. Resultaban así una fuerza estabilizadora porque, para bien o para mal, filtraban los discursos antisistema. Hoy, en cambio, con las redes sociales, la democracia aún carece de diques suficientes que la protejan contra los huaicos impredecibles de la posverdad.