Cualquier analista de informes científicos resumiría el 2016 como un año de estimulantes avances para la humanidad.
Peter Diamandis, por ejemplo, en Singularity Hub, pasa revista a diez logros registrados en él, cada cual más revolucionario que el otro: 1) la conexión digital alcanzó a 3,000 millones de personas y Facebook desarrolló un dron solar con el que podrá ampliar su alcance a los lugares más apartados del planeta; 2) la energía solar y renovable fue en treinta países, según el WEF, más barata que la generada por carbón, y el 25% de la potencia mundial ya se alimenta de fuentes renovables; 3) el tratamiento inmunológico generó resultados sorprendentes contra la leucemia y otros cánceres; 4) el Instituto Salk anunció pruebas exitosas que permitirían extender en 30% la longevidad del ser humano; 5) en la Universidad de Osaka, un equipo de biólogos descubrió una manera de recrear íntegramente el ojo humano con células madre; 6) un camión autónomo de Uber hizo su primera distribución de 50,000 latas de cerveza; 7) la cadena Seven-Eleven empezó a usar drones para distribuir sus productos, y en China éstos fueron utilizados para transportar órganos humanos para ser trasplantados; 8) el avance de la inteligencia artificial, la tecnología más potente en la historia de la humanidad, siguió imparable: en Oxford se lanzó LipNet, un sistema que lee los labios con mayor precisión que cualquier humano y también, recientemente, algoritmos superaron a los campeones mundiales de Go y póker; 9) se comprobó la existencia de las ondas gravitacionales predichas por Albert Einstein; y 10) se multiplicaron las iniciativas privadas en marcha para vuelos espaciales en la carrera por la conquista del espacio.
Por el contrario, la sociopolítica durante 2016 resultó tremendamente deprimente.
Si a partir de la revolución industrial la potencia líder en Occidente fue primero Inglaterra y EEUU después, el triunfo del brexit y la elección presidencial de Donald Trump reflejan que las mayorías en esas sociedades se han impregnado de temor al futuro y de una nostalgia por ilusiones del pasado.
Conservadores también fueron Margaret Thatcher y Ronald Reagan, pero en 1980 construyeron plataformas políticas que afirmaban la esperanza de que la libertad económica fuera a estimular el crecimiento y la futura prosperidad para todos. En cambio, en Inglaterra y EEUU, las elecciones del 2016 fueron ganadas por quienes pretenderían detener los relojes. Y este año Marine Le Pen será candidata invocando los años sesenta del siglo pasado, cuando el gobierno francés se sentía líder porque su acción se centraba en proteger industrias y controlar el valor del franco.
Podría concluirse, de esta situación, que una parte significativa de la población de Occidente ha perdido la fe en el progreso. Por un billonario como Donald Trump votaron condados que, en conjunto, producen el 36% del PBI de EEUU. Sus ciudadanos temen que a sus hijos les irá peor en la vida que a ellos. Presumen que la globalización, la robotización y la inteligencia artificial les están quitando sus empleos y están socavando sus instituciones. Es una crisis mayor.
Redefinir una visión del progreso que incluya a las mayorías constituye un formidable desafío de las democracias. Hace ocho años, Barack Obama candidateó bajo el lema de “Un cambio en el cual podamos creer”. A pesar de su inteligencia y voluntad, no logró darle contexto. Y mientras eso no se logre, muchas sociedades occidentales preferirán un liderazgo emocional, demagogo y vendedor de ilusiones, en vez de uno realista, lúcido y sensible.