¿Pensar bien, para actuar acorde, constituye sólo un conjunto de buenas técnicas programables o implica también un ejercicio moral? David Brooks del NYT hace referencia a virtudes intelectuales que Robert Roberts y W. Jay Wood precisan en el libro con ese título.
Una primera es el deseo por aprender. Por genes o formación, algunas personas resultan más curiosas que otras.
Una segunda es el coraje. Su descripción más obvia es la disposición a sostener los puntos de vista aunque sean impopulares. Pero una interpretación más sutil sería la intuición sobre cuánto arriesgarse antes de concluir algo. De cuatro datos sueltos, la mente imprudente salta a formular una teoría conspiratoria. Una perfeccionista, en cambio, avanza lentamente por temor al error. Para los autores, el coraje intelectual sería un tipo de autorregulación, una intuición respecto de cuándo ser audaz o cauteloso. Hay científicos que se ciegan ante aquellos hechos que no cuadran en sus paradigmas. Coraje intelectual implica una apertura a mirar y ver cosas que puedan incomodar.
La tercera sería la firmeza, un punto medio entre la blandura de quien siempre cede y la rigidez de quien se mantiene en el dogma y desconoce la nueva evidencia. Una mente firme es aquella capaz de construir una visión de las cosas, pero que, a la vez, disfruta de la aparición de información novedosa, porque sabe ajustar, con agilidad y gracia, sus convicciones ante los nuevos hechos.
La humildad, el no permitir que el ego se interponga en la búsqueda de la verdad, resulta una cuarta virtud. Supone la falta de arrogancia, el estar abierto a aprender de cualquiera.
Otro factor clave es la autonomía, un balance respecto de cuándo reconocer la autoridad de otro y cuándo no; de cuándo seguir las reglas y cuándo superarlas.
Finalmente, la generosidad, la disposición a compartir los conocimientos y a reconocer el aporte de los demás, y escucharlos de la manera que ellos desearían.