Toda persona aprende lo que es el poder desde la infancia, cuando suelen ser sus padres quienes controlan su vida casi por completo. Descubre luego su capacidad de influir en ellos y en otros, sea con guiños seductores o con pataletas, actitudes que aprende a usar. Posteriormente –en el mundo de los juegos y después en la vida– experimenta el poder de otros y también descubre el poder relativo de sí mismo. Observa el comportamiento de algunos que suelen actuar continuamente como si fuesen los dueños de la pelota, con una tendencia incluso a acomodar las reglas del juego en beneficio propio; descubre así la psicología del poder y la personalidad del prepotente.
En el ejercicio del poder –sea éste intelectual, político, religioso, burocrático, de la fama o el dinero– es común el Síndrome de Hubris: un creciente desinterés por los sentimientos y el bienestar de los demás. Recientes experimentos en neurociencia comprueban que, a aquellos a quienes se les estimula psicológicamente con el fin de empoderarlos, la actividad cerebral les disminuye en las zonas vinculadas con la empatía. Ya en 1971, un célebre experimento en la Universidad de Stanford demostró cuán abusivos podían llegar a ser con sus propios compañeros de clase los estudiantes a quienes se les permitía arbitrariamente actuar por un lapso como carceleros omnipotentes.
Con poder, las personas dejan de mirar a los ojos al hablar; recurren a prejuicios y estereotipos, lo que les simplifica también el proceso de toma de decisiones; actúan como si todos los deseos propios debieran ser atendidos; demandan obediencia, a veces incondicional; exigen una confianza que no retribuyen; presumen de estar exceptuadas de las reglas que rigen para los demás; y terminan coludiéndose con otros poderosos para salirse con la suya. También la hipocresía suele resultar una característica común de los poderosos. Respondiendo encuestas, las personas poderosas aparentan, en teoría, ser más moralistas que los menos poderosos respecto de temas como la trampa. Pero, en la práctica, resultan más dispuestas, en su gran mayoría, a incurrir en ella para lograr lo que pretenden.
De otro lado, la ambición de poder constituye una demanda básica del ser humano. Hay, por cierto, quienes lo buscan para hacer el bien a los demás. Y el poder refuerza el sentido de identidad y permite satisfacer la búsqueda del control. Con el poder en la mano, las personas deciden más rápido, con base en un pensamiento más abstracto y con una menor consciencia de los riesgos implícitos y de las restricciones existentes.
El poder puede incluso llegar a ser visto como consustancial al ser. Su ausencia puede provocar crisis de identidad. Hay tantos casos de CEO o jefes militares que, al retirarse de sus cargos, se sienten desorientados. En vez de una sensación de satisfacción por el deber cumplido, sienten una perplejidad angustiante y depresiva al dejar de recibir las expresiones de pleitesía a las que estaban acostumbrados.
El poder suele ser solitario y frío. Como al poderoso lo buscan personas que desean pedirle algo, es común que al poco tiempo prefiera aislarse o restringirse. Hay también casos extremos de personas a las que el poder se les vuelve una adicción. Ellas ansían acumularlo continuamente, sin saber para qué usarlo efectivamente. Una adicción así suele resultar en un abandono de todo objetivo social y estimula la corrupción. Para muchos analistas, el poder saca a la luz, libre de inhibiciones, la real catadura moral de las personas. Abraham Lincoln dijo: “La mayoría de los hombres puede resistir la adversidad; pero si quieren probar el carácter de un hombre, denle poder”. ■