En la psicología y las ciencias cognitivas suele esbozarse la naturaleza humana como conformada por dos sistemas, uno encima del otro.
Existirían los procesos inconscientes profundos, construidos a través de la evolución, que nos inducen a procrear, a actuar, incluso a pensar de manera impulsiva. Y, por encima, una capa de procesos racionales que frenan nuestros impulsos para actuar de manera consistente.
Destaca David Brooks en el NYT que, paradójicamente, cuando afirmamos que una persona es profunda no queremos decir que sea impulsiva sino más bien lo opuesto, alguien que ha logrado una mente tranquila anclada en algo superior.
La persona de carácter -continúa el análisis- es alguien que ha afirmado algunas convicciones permanentes sobre temas fundamentales en el plano intelectual, algunos amores incondicionales en el campo emocional y que asume ciertos compromisos de acción frente a proyectos trascendentes.
Por ello -afirma Brooks- es importante distinguir entre los orígenes y la profundidad. Nacemos con ciertas predisposiciones biológicas, pero, en el fondo, la esencia de nuestro ser es algo que se cultiva en el tiempo y que puede terminar en algo estable y disciplinado o fragmentado y caótico. Los orígenes son naturales pero en lo profundo somos humanos, marcados por el pensamiento y la acción en el tiempo.
Una visión evolutiva muy rígida nos podría dar la falsa impresión de que apenas somos algo más que animales: miles de años de procesos evolutivos apenas cubiertos de una leve capa de racionalidad.
Y mucho de la denominada profundidad se logra a través de un sufrimiento libremente aceptado. Las personas se comprometen -con una nación, una fe, un proyecto, unas personas queridas- y aceptan las restricciones que tales compromisos demandan. Muchas veces, esta profundidad se logra en contra de las predisposiciones biológicas naturales.
Los bebés no son profundos. Los viejos pueden llegar a serlo, dependiendo de cómo hayan vivido.