Paul Samuelson rehuía pronosticar por el mal recuerdo de un ensayo suyo escrito de estudiante en el MIT, en el que argumentó por qué Argentina sería el país al que mejor le iba a ir después de la Segunda Guerra. Philip Tetlock, profesor del Wharton School, analizó más de 80,000 predicciones efectuadas por casi 300 gurús, entre economistas, analistas políticos y periodistas. De las apuestas vistas como seguras, el 27% no sucedió y de los eventos considerados como imposibles, el 15% terminó ocurriendo. Concluyó con una frase harto citada: “Los pronósticos de los expertos son ligeramente más acertados que los de un chimpancé que dispara dardos”.
En un libro reciente, Superforecasting, Tetlock describe un proyecto del sistema de espionaje norteamericano, que, a partir del 2011, reclutó a 2,800 voluntarios sin mayor formación, aunque con vivo interés por los acontecimientos, a los que se les pidió que respondieran a casi 500 preguntas del tipo que los analistas de inteligencia suelen responder a diario.
Sorprendió identificar un subgrupo que destacaba significativamente por sus continuos aciertos. En el libro analiza las características de estos eficaces oráculos y se plantea que la profecía no tiene por qué ser un don divino, sino una habilidad que se puede practicar y mejorar cotidianamente.
El grupo de acertados era uno plural: amas de casa, desempleados y profesores de matemáticas. Listos todos, ninguno era un genio. Lo común no era su IQ, sino la actitud mental, una de humildad ante la complejidad y dispuesta a aprender de los propios errores. No había especialistas, pero eran mentes multifacéticas, cómodas con las matemáticas y la estadística, pero sin experiencia con modelos sofisticados. También mostraban apetito por cualquier nueva información, revisaban sus predicciones con base en la nueva data y podían integrar y resumir versiones distintas.
La profesión de futurólogo nacerá un día. No será sólo un arte sino también una ciencia.