En el año 2000 (cuando el sistema de corrupción diseñado por Vladimiro Montesinos aún no se había manifestado del todo), el Perú ocupaba el puesto 41 en el índice de Transparencia Internacional; el año 2005, retrocedió al 65; el año 2010, al puesto 78; el año 2015, al 88; y el año pasado, ¡al 105! Es cierto que la percepción de corrupción no implica necesariamente su presencia. Pero también lo es que, en menos de 20 años, nuestro país ha perdido 64 puestos en este ranking. Al señalarlo como el principal problema que el país enfrenta, los peruanos han dejado de ver a la corrupción como una enfermedad crónica y temen los efectos de una epidemia.
No tiene mucho sentido que a un indicador financiero que registra la capacidad de pago de la deuda como consecuencia de una buena gestión macroeconómica, se le haya puesto como nombre riesgo-país. Porque así se termina afirmando y escribiendo que el riesgo-país del Perú es actualmente menor que el de Chile y Colombia. Pero, ¿quién puede pronosticar bien dónde se encontrará el Perú en cinco años, cuando se cumpla el bicentenario de la Batalla de Ayacucho? Nadie lo sabe. Y los riesgos políticos de un ‘todo está podrido’ son reales. De un país con futuro expectante, el Perú se ha vuelto uno con futuro impredecible, en el que grupos con agendas extremas pueden surgir y crecer con relativa facilidad.
Ama sua fue el primer mandamiento del Incario. Seguramente no se refería sólo a ladronzuelos de ganado o cosechas, sino también a curacas o funcionarios que desviaban para sí ofrendas que no les correspondían. La distancia a la metrópoli fue la razón para que la corrupción se multiplicara significativamente durante una colonia en la que Lima brilló en América del Sur. En esta era de realidad instantánea, basta recordar que cuando fallecía el Rey de España, su virrey en el Perú recién se enteraba varios meses después. Este desfase temporal —y las limitaciones para el control y fiscalización generadas por la distancia— fueron aprovechados por los españoles que venían a América para volver luego ricos a la península, así como por los criollos americanos. Por ello, en la América virreinal, y en México y el Perú como sus principales centros, la corrupción fue una manera frecuente para la relación de la sociedad con el Estado. Y, luego de nuestra independencia, las guerras internas entre caudillos militares impidieron el desarrollo de instituciones republicanas adecuadas. Recién con Ramón Castilla se afirma un Estado muy precario, que tres décadas después sufre la tragedia de la Guerra del Pacífico. Por ello, el Perú ingresó al siglo XX con una fragilidad institucional. La inestabilidad política y los golpes de Estado impidieron superarla adecuadamente. La corrupción ha mantenido inercias, resortes y mecanismos que la facilitan. Ello se ha visto agravado últimamente por el actuar y el soborno de criminales organizados globalmente.
La corrupción depende finalmente de individuos que actúan en el marco de empresas e instituciones, las que son, a su vez, parte de una cultura y de una sociedad. La tarea para hacerle frente es una de largo plazo. Los empresarios deben contribuir con un actuar personal —y de las empresas que dirigen— que corresponda con los valores que proclaman, pero también deben colaborar para que el Estado y la sociedad en la que viven se vuelvan más limpios, transparentes y eficaces. Finalmente, debe recordarse que los seres humanos no sólo sucumben ante los vicios del ego y la codicia; también practican los valores de la creación solidaria y de la integridad.