Naguib Mahfuz, el Nobel egipcio, escribió lo siguiente: “de las respuestas de cualquier persona puede uno intuir cuán astuta es, pero es necesario oír sus preguntas para determinar si es, o no, una persona sabia”.
¿Qué es la sabiduría? La definición más completa que conozco es una que ensaya Tom Lombardo, un estudioso del futuro. La define así: “Constituye la máxima expresión del desarrollo personal y de consciencia del futuro. Implica un entendimiento, enriquecido en el tiempo e impregnado por la curiosidad, respecto de los temas más trascendentes de la vida: todo aquello que resulta especialmente importante, ético o significativo; combinado con el deseo y la capacidad creativa para aplicar esta valiosa comprensión hacia el logro futuro de un mayor bienestar para uno mismo y otros”.
Si bien la sabiduría tiene una conexión obvia con el conocimiento acumulado en el pasado, el verdaderamente sabio, según esta definición, es aquel capaz de usar dicho conocimiento para el presente y el futuro. Un erudito que no sea curioso ni humilde y que tenga temor a lo novedoso y a lo desconocido terminará estancado en el camino a la sabiduría. La mente de un sabio suele estar abierta a la de otros. A Einstein le criticaban que desperdiciara su valioso tiempo como científico enseñando a tocar el violín a niños; él lo explicaba señalando que de ellos aprendía, muchas veces, a preguntar bien.
La comprensión interiorizada del mundo contemporáneo -de sus tendencias, desafíos y oportunidades concretas- constituye un requisito esencial de la sabiduría. Repetir las ideas o soluciones de otros resulta, en el mejor de los casos, una sabiduría de segunda mano.
El futuro -de las empresas, de las instituciones y de la sociedad- va a resultar muy cambiante y estará lleno de sorpresas, de creatividad, de cambios tecnológicos muy disruptivos. Su manejo adecuado no sólo requiere de respuestas eficaces, también son muy necesarias las preguntas iluminadoras.