El primer año del gobierno del presidente Donald Trump ha provocado diversas publicaciones, que van desde el relato de anécdotas y chismes en el best-seller Fire and fury hasta reflexiones más serias, como las que hace David Frum, editor de la revista The Atlantic, en The Corruption of the American Republic.
Para Frum, un republicano con experiencia de gobierno, el principal talento político de Trump es su capacidad casi genial para identificar debilidades primarias explotables en sus rivales. Al precandidato favorito Jeb Bush, lo descalificó desde el inicio con un mote simple de “low-energy”; para luego superar a “little” Marco Rubio y a “lyin” Ted Cruz. En la campaña presidencial, Trump nunca dejó de caricaturizar a Hillary Clinton como un nexo “crooked” entre la meritocracia y la plutocracia de Estados Unidos (EEUU), imagen que la deslegitimó frente a los trabajadores poco calificados de raza blanca.
Este grupo social, que ejerció privilegios relativos en el pasado, no se adapta con facilidad al cambio tecnológico y social. Su ingreso medio se ha venido deteriorando, así como sus perspectivas y estabilidad en el empleo. Y se siente amenazado con razón por males que antes consideraba más usuales entre la población negra: desapego social, hogares rotos, adicciones de todo tipo, muertes más tempranas. No resulta extraño, por ello, que haya preferido votar por alguien dispuesto a sacudir iracundamente las cosas en contra del predicamento convencional del establishment.
Lo sorprendente fue que el candidato beneficiado resultase un millonario neoyorquino domiciliado en una torre dorada de la Quinta Avenida. Pero, comentando el libro de Frum, Adrian Wooldridge, de The Economist, sostiene que Donald Trump es “un triunfador con el alma de un perdedor, alguien absorbido por supuestos desaires a su frágil ego, un anti-intelectual que podría calificar de post-modernista, alguien que considera posible distorsionar, con el poder suficiente, la realidad a su gusto”.
Característica del mundo actual es una creciente confusión entre lo cierto y lo falso. A ella pueden haber contribuido quienes afirman que la verdad termina siendo una construcción que se hace desde el poder. Pero la razón principal ha sido una evolución tecnológica aún inadecuadamente procesada. La digitalización ha generado una cacofonía ensordecedora de voces, dificultado el financiamiento al periodismo serio, y convertido las redes sociales en un depósito de insultos gratuitos y mentiras no filtradas.
¿Qué hará el presidente Trump durante el resto de su gobierno? No mucho que beneficie efectivamente a esos trabajadores blancos que lo eligieron. La recientemente aprobada reforma tributaria puede incluso acentuar la desigualdad. Hay críticos que afirman que el eje de su gobierno será “lo que es bueno para la organización Trump, es bueno para los EEUU”. Ponen como ejemplo que cuando se retiró durante una reunión del G20 en Hamburgo, le encargó a su hija Ivanka que lo reemplazara.
La institucionalidad y la separación de poderes pueden limitar el daño potencial de cualquier exceso o desatino de Trump. Pero lo importante para EEUU en el largo plazo es cómo hacerle frente a las debilidades que facilitaron el trumpismo. Tanto Frum como Wooldridge son críticos pesimistas de la actual representatividad del sistema político norteamericano.
Si en EEUU era el Partido Demócrata el que abogaba por los intereses concretos de los grupos menos favorecidos, sus líderes se encuentran hoy muy confundidos.
El problema no es tanto qué hacer con Trump, sino cómo puede atenuarse en el futuro el trumpismo.