Me invitó Luis Pásara a presentar La Ilusión de un País Distinto, su libro más reciente. En él –como en el anterior, titulado ¿Qué País es Éste?– el autor basa su análisis y aguda interpretación de la realidad peruana en valiosos testimonios personales. De los 30 últimos, 18 corresponden a lo que el autor denomina la “generación de la utopía” –en la cual se incluye– y otros 12 son agrupados como de “jóvenes peruanos del siglo XXI”.
El siglo XX resultó trágico en el mundo, en parte como consecuencia de la utopía revolucionaria augurada en el manifiesto comunista, el cual aspiraba a un nuevo orden de cosas que eliminaría las creencias tradicionales retrógradas, aboliría las instituciones y estructuras sociales opresoras, y disolvería la propiedad privada.
Más de 100 millones murieron el siglo pasado como consecuencia de asesinatos y persecuciones desde los gobiernos. Y la gran mayoría de estas muertes fue causada por sistemas políticos que se llamaban comunistas. En su testimonio, Héctor Béjar afirma: “La mejor utopía, cuando pasa por la gente, se inutiliza y pervierte. Es un problema que no tiene solución.” Y Fernando Rospigliosi agrega: “Los dirigentes izquierdistas eran iguales a los derechistas: todos estaban fascinados con el poder.”
En parte por ello, la utopía no vende tan bien en el siglo XXI, uno en el cual los individuos son más autónomos y están mejor intercomunicados.
Tampoco vende la utopía hoy, porque ella presume un estado omnipotente y eficaz.
Peter Drucker afirmó que fue por 1975 cuando el conocimiento empezó a reemplazar al capital y al trabajo como el principal recurso de la producción. Y el conocimiento es algo que los estados no manejan bien.
Entre el siglo XX y el XXI, el Estado ha perdido eficiencia y legitimidad.
¿Qué es una utopía?
La ilusión de un mundo aún inexistente, diferente y mejor. El aspirar a ir adonde nunca se llega. Stephen Duncombe, profesor de Nueva York, es gestor de una página web: Open Utopia. En ella, plantea que la utopía no debiera ser sólo un concepto revolucionario. A los reformadores –como lo son los jóvenes cuyo testimonio el libro de Pásara recoge–puede también ofrecerles una dirección para avanzar y un instrumento de medición para el avance.
La política requiere de debate. Sin un diálogo alturado con alguien discrepante, sólo queda un eco estéril que corrompe.
La utopía puede ofrecer entonces a ese otro, a un interlocutor con quien argumentar, clarificar y fortalecer las propias ideas. Porque sin la visión de un futuro alternativo motivador, poco nos quedaría sino la melancólica nostalgia del pasado, o la sombría resignación, a pesar de las enormes deficiencias del presente. Por ello es que, políticamente, la sociedad humana necesita de utopías.
Pero para que ellas sirvan en política, requieren de una crítica libre y abierta. Sólo así se lograría una protección frente a las monstruosidades a las que condujo el totalitarismo utópico del siglo XX.
Duncombe menciona un pasaje de la Biblia citado con frecuencia por aquellos con una imaginación política fértil. Proviene de Proverbios 29:18 y empieza así: “Donde no hay visión, el pueblo se extravía…” Pero la cita suele cortarse allí, cuando ella sigue con: “bienaventurado sea el que cumple con la ley”. La utopía es conveniente porque le da a las personas algo en que creer y por qué esperar. Pero, para construir efectivamente un futuro mejor, se debe trabajar gradualmente en el proceso complejo de convertir esa ilusión en norma, en costumbre y práctica, que todos reconozcan y acepten.