En Wikipedia se entienden las reformas como “un cambio de situación en un orden o régimen, sin alterar los rasgos fundamentales del mismo, para corregir situaciones parciales defectuosas.” Incluye, por tanto, “ajustes, enmiendas, innovaciones, que permitan generar una mejor situación, sin sustituir lo esencial del orden establecido”.
En su libro El cemento de la sociedad, el noruego Jon Elster plantea que el orden social requiere de un contexto predecible y aceptable, así como de un mínimo de cooperación entre todos aquellos que conforman la sociedad. La política peruana es poco predecible y nuestra confianza interpersonal una de las más bajas de la región. Ello genera un entorno poco favorable para adoptar políticas públicas adecuadas en un mediano plazo. Noruega, en cambio, es considerada la sociedad con mejor institucionalidad democrática y, a la vez –no sabemos si causa o efecto– el 75% de los noruegos cree que es posible confiar en los demás. Hace algunas décadas, era el país más pobre de Europa.
El argentino Guillermo O’Donnell afirmó que las poliarquías modernas resultan de una destilación compleja y peculiar de tres herencias históricas: una democrática, otra liberal y, finalmente, una republicana. Y añadió que, en la mayor parte de América Latina, hay un adecuado respeto al mandato de las urnas; pero no tanto compromiso para la defensa de la libertad, ni suficiente convicción respecto de la importancia y validez del imperio de la ley.
El pensador germano-británico Raif Dahrendorf refiriéndose, en 1990, a los países de Europa oriental que por entonces se liberaban del yugo soviético, afirmó: “se requerirán 6 meses para organizar elecciones válidas, 6 años para sentar las bases de una economía eficiente e interconectada, pero no menos de 60 años para consolidar instituciones que permitan anclar una democracia en serio”.
En tal sentido, el Perú es todavía una República Pendiente (título de un reciente libro argentino).