En el Reino Unido, en mayo pasado, el Partido Laborista sufrió una derrota rotunda en las elecciones parlamentarias. El giro a la izquierda que dio en la campaña su líder Ed Miliband resultó determinante, según varios analistas, para esta debacle. Miliband renunció al liderazgo partidario. La semana pasada, Jeremy Corbyn, un veterano representante sin mayor experiencia de gobierno, con ideas a la izquierda de las de Miliband, fue elegido como el nuevo líder. Columnista en un periódico comunista, Corbyn es un pacifista contrario a la presencia de Gran Bretaña en la NATO. “El Partido Laborista es ahora una amenaza a nuestra seguridad nacional” fue el tweet del primer ministro David Cameron al conocerse el resultado de la elección. La polarización crece.
En una democracia funcional, un partido político es, por definición, una institución cívica que se organiza para llegar al poder y ejercer un gobierno mayoritario que pueda implantar una agenda concreta. Para tal propósito, sus líderes deben interactuar, cabildear, aceptar compromisos, negociar acuerdos, construir coaliciones, todo lo que permita materializar esta agenda.
Por varias razones, entre ellos la desconfianza y la corrupción, el quehacer diario de la política, el arte y la ciencia del cabildeo, la experiencia efectiva en el tire y afloje cotidiano, han perdido prestigio y respeto. Los simpatizantes de los partidos prefieren el liderazgo de personas sin mayor experiencia política, incluso a personas como Corbyn (o Donald Trump, para dar un ejemplo en el otro extremo, o el neurocirujano Ben Carson) que vuelven más difícil incluso el triunfo de su respectivo partido en una elección nacional. La autenticidad individual se valora más que la eficacia política operativa. En su primer debate por la nominación, Trump no quiso comprometerse a apoyar al que fuese finalmente elegido por su partido. Hace veinte años, esa posición le hubiera hecho perder votos. Ya no.